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SECRETARÍA DE PRENSA
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Atravesar el desierto

El desierto es una de las imágenes más potentes para indicar algunos aspectos de la condición humana, especialmente en lo que se refiere al sufrimiento, la escasez, la desolación, la muerte. En esas condiciones, es fácil perderse. En el puro desierto nos desorientamos, no hay caminos.

De algún modo, ciertas experiencias actuales como la epidemia global del coronavirus, el cambio climático, la persistencia de las desigualdades inicuas, la actual guerra desatada en Ucrania y otros muchos conflictos menos visibles, podrían equipararse a un desierto. El mundo se vuelve un desierto con amenazas reales y destructivas para el cuerpo y el alma humanos.

Si bien sufrimientos y desagarros hubo siempre, nuestra percepción actual, instatánea y simultánea, los vuelve más agudos. De este modo, el desierto es también una metáfora de la experiencia de vacío, de ausencia de verdad y bondad. El desierto expresa la experiencia del desamparo y nos plantea preguntas fundamentales sobre el significado de la vida y la muerte.  

Para un mundo que se ha vuelto mayoritariamente urbano, la ciudad puede ser también un desierto hostil, construido por el hombre, en el que abundan la inseguridad, el anonimato en medio de la multitud, el abandono de los más débiles. Así como la travesía del desierto está acompañada por la sed insaciable, el mareo y la confusión que nos hacen ver espejismos, así también en el desierto de la ciudad, aunque repleto de cosas, es fácil engañarse y dar por seguras ciertas visiones y absolutizarlas.

El desierto, por otra parte, es buscado porque es un lugar de silencio, un refugio del ruido y el ajetreo de la vida urbana. En este caso, hablar de silencio implica una estrategia de de desenmascaramiento en la que todos los ídolos –falsos absolutos camuflados de dioses– son silenciados. Parece ser un lugar apto para mirar la realidad de otra manera, tomar distancia y captar las cosas esenciales de nuestra vida. 

La experiencia del desierto –ya no como mero ámbito geográfico– lleva consigo una ruptura con el propio habitat, con el mundo habitual de las relaciones sociales y con las comodidades –la llamada zona de confort– que puede favorecer que emerjan las necesidades esenciales y, al mismo tiempo, un impulso para abandonar falsos apegos y rutinas ficticias y destructivas.

No obstante, la experiencia del desierto es un lugar de paso, habitualmente transitado por pueblos desesperados y migrantes. Sólo se incursiona en lugares desolados ocasionalmente, pero no para permanecer en ellos. La fuga al desierto sólo puede ser provisional. Si bien, en algunos casos, desde antiguo hasta el presente, es interpretada como un acto de protesta y denuncia de un tipo de vida que se vuelve inhumano e intrascendente, la permanencia en el desierto nunca sería aceptable como una evasión estéril o como separación y desinterés respecto a la sociedad humana.

En la tradición bíblica, la vivencia del desierto es siempre un "tiempo intermedio" entre la esclavitud y la tierra prometida. Un lugar de paso para insertarse en una tierra nueva.  Efectivamente, pese a todo, hay algo peor que el desierto, es la esclavitud. Es por eso que los antiguos hebreos se internaron en el desierto huyendo de la servidumbre en que se hallaban, confiados en encontrar una tierra que “derrama leche y miel”. No obstante, en medio del esfuerzo, los acechó la vacilación, la tentación de volver atrás y creer que lo pasado fue mejor. En ese sentido, el desierto no es pura quietud, implica una lucha no sólo para no retroceder sino para avanzar.

Tal es la propuesta anual de la Cuaresma –cuarenta días que rememoran los cuarenta años del pueblo judío en el desierto– que nos prepara para la Pascua. De este modo, el desierto ya no es simplemente una referencia a un espacio geográfico sino la invitación a realizar un viaje al interior del corazón humano. Así como en el desierto hay que emprender una dura lucha para sobrevivir, algo similar ocurre al adentrarnos en nuestro desierto interior. 

Para no desfallecer en lugares inhóspitos, hay que despojarse. Elegir lo más necesario y esencial para la marcha, alivianarse. El desierto, no es solo negatividad, es una ocasión para decidir y actuar, aligerarse, recobrándolo todo de otra manera. Tal vez puede servir para esto la imagen del explorador que se interna en una tierra deshabitada pero guiado por la promesa de encontrar una tierra mejor, donde haya agua viva y donde se multiplica el pan abundante; algo semejante a la situación del centinela que espera ansioso el amanecer en que se pasa de la oscuridad a la luz.


Eloy Mealla
Seminario Permanente Pedagogía Ignaciana
Vicerrectorado de Formación
Universidad del Salvador  
Buenos Aires – marzo 2022

  
 

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