Diversidad y derechos humanos
Por Eloy Mealla
Vicerrectorado de Formación
Ante la insistente afirmación del valor de la diversidad, los particularismos y el pluralismo cabe preguntarse, especialmente en el plano ético, si hay algo común y universal a todas las culturas y grupos humanos. Una respuesta podría provenir desde el reconocimiento de los derechos humanos enunciados en tiempos modernos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
A su vez, la Declaración Universal de Derechos del Hombre de las Naciones Unidas (1948) –de la cual Juan Pablo II dirá que es un hito, “una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad” (Discurso a la Asamblea General de la Naciones Unidas, 1979)– se publicó no sin participación católica, entre la que se destacó la participación del filósofo Jacques Maritain que fue uno de sus principales inspiradores y promotores.
Precisamente, por parte de la Iglesia Católica encontramos en el Concilio Vaticano II (1965) el reconocimiento y una firme y expresa valoración de la dignidad de la persona humana. En sintonía con ello, cabe indicar que desde entonces el catolicismo latinoamericano subraya una preocupación ampliada por la dignidad de la persona humana concretándola en los derechos de los pueblos pobres y en una evangelización liberadora de toda injusticia y opresión.
Asimismo, es frecuente encontrar especialmente en los documentos de la Doctrina Social de la Iglesia diversos repertorios o listas de derechos que, si bien no pretenden ser exhaustivos, manifiestan el contenido y valor de aquellos que se consideran más importantes, atendiendo especialmente a algunas circunstancias que hacen más imperiosa su proclamación. Uno de esos elencos lo hallamos en la encíclica Centesimus Annus (1991) de Juan Pablo II:
“El derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de su propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona” (n°47).
Ciertamente, la preeminencia lógica y ontológica del derecho a la vida –destacado como derecho fundamental sobre el cual se pueden sostener los demás– y el valor especial de la libertad religiosa “expresión del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente” (Juan Pablo, Redemptor Hominis, n° 17), se conjugan además, en la actual enseñanza de la Iglesia, con la conciencia de que el campo de los derechos del hombre se ha extendido a los derechos de los pueblos y las naciones.
En efecto, para la promoción integral de los derechos humanos no alcanzaría una afirmación meramente personal e individualista de los mismos. Para su realización plena es necesario atender también a las condiciones estructurales sociales, económicas y políticas envolvente, sin las cuales los derechos y deberes de las personas quedarían abstractamente idealizados.
De este modo, “lo que es verdad para el hombre los es también para los pueblos”. Son los derechos humanos de tercera generación. (Los de primera generación son los derechos civiles y a las libertades políticas; los de segunda generación se refieren a los derechos económicos y sociales). De ahí se deducen, “el derecho a la autodeterminación de cada pueblo”; a “la independencia”; a “la existencia”; “a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve su ‘soberanía’ espiritual”; a “modelar su vida según la propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos fundamentales y en particular, la opresión de las minorías”; a “construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n°157).
La creciente formulación ampliada de los derechos humanos es de por sí bienvenida, pero podría llevar a una inflación discursiva y retórica sobre los mismos conspirando contra su cumplimiento efectivo. A ello se refiere la Doctrina Social de la Iglesia cuando se constatan tantas violaciones a los derechos humanos aún en países donde están vigentes formas de gobierno democrático. Hay una distancia entre la letra y el espíritu de los derechos del hombre, frecuentemente respetándoselos de manera puramente formal. O sea, para superar esta situación se requiere algo más que la enunciación de más derechos, es necesario una lógica distinta y una energía social que Francisco denomina “fraternidad”, que impulse a los más favorecidos a “renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás”, pues paradójicamente una afirmación excesiva de igualdad “puede dar lugar a un individualismo donde cada uno reivindique sus derechos sin querer hacerse cargo del bien común” (Pablo VI, Octogésima Adveniens, n°23).
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