Espiritualidad y acción pública: las mediaciones necesarias
En el lenguaje cotidiano, espiritualidad y acción social aparecen habitualmente como términos y realidades desencontradas y hasta contrapuestas. También, podemos afirmar que generalmente las diversas organizaciones eclesiales, si bien realizan un enorme trabajo motivacional de gran impacto extensivo, también se advierte en ellas un importante déficit –en un segundo momento más intensivo– especialmente en su proyección y presencia en la vida pública.
Es indudable, la famosa capilaridad de la Iglesia Católica. Es decir, en el más diverso y remoto conglomerado humano que exista, tanto a nivel urbano como rural, la Iglesia se halla presente a través de templos, de escuelas y de la acción de diversas asociaciones. No es una novedad, la acción caritativa y humanitaria se confunde con la historia misma del cristianismo desde sus orígenes.
Podemos decir entonces que hay un “primera fase” que habitualmente la comunidad cristiana realiza con amplitud, extensamente. Especialmente desde la pastoral sacramental, desde los santuarios y a través de sus diversas redes educativas sigue convocando multitudes. Frecuentemente, sobre esa base, los tradicionales movimientos apostólicos, o algunos más recientes generan, a una escala ya mucho menor, una intensa pertenencia o militancia que en bastantes casos se expresa a nivel de adultos en algún servicio catequético, litúrgico, o mediante la constitución de grupos de oración o de reflexión bíblica. Otros, con vocación no tan intraeclesial o explícitamente evangelizadora, canalizan su vivencia espiritual vinculándose a alguna organización benéfica. Muchos cristianos adhieren a un tenue mensaje solidarista en base a acciones voluntarias que aparece como muy ingenuo y acrítico ante la complejidad y conflictividad de la vida humana actual.
Pongamos otro ejemplo extraído desde el sector juvenil. Son numerosos los grupos de jóvenes que, surgidos a partir de una buena catequesis parroquial, escolar, de un retiro espiritual o de alguna otra experiencia religiosa intensa, desembocan en “hacer algo por lo demás”. Dicha decisión suele traducirse en la realización de una colecta, en una visita a un hospital o a un asilo de ancianos. Son gestos valiosos que, en una pedagogía con los más chicos y más jóvenes, despiertan sensibilidad y pueden ir llevando a dar pasos mayores. Un fenómeno un poco más reducido que el anterior es el de los llamados grupos misioneros que se trasladan a zonas carenciadas del país o a algún barrio humilde de la propia ciudad. Son en gran medida el culmen y coronamiento de toda la pastoral juvenil. Estas acciones, los más constantes y entusiasmados, las suelen repetir varios años seguidos, pero luego las exigencias laborales y sus nuevos compromisos familiares las hacen ir desapareciendo. Todo queda como un recuerdo simpático y con mucho de componente de aventura, que justifica una cena anual para recordar, como antiguos compañeros, los felices tiempos idos, cargados de anécdotas y añoranzas. Parece que la misión fue un punto de llegada y que ya no hay otros caminos que recorrer.
Lo extraordinario de esas acciones evangelizadoras –traslado a otra zona del país o región, utilización de las vacaciones– ya no parecen tener traducción posible en medio de las nuevas condiciones más exigentes y absorbentes de la vida adulta. A lo sumo, los jóvenes protagonistas de esas experiencias llegan a ser los padres más motivados de una nueva generación que en el mejor de los casos repiten alguna de las actuaciones de sus padres y otra vez a fojas cero. En la mayoría de los casos toda esa “inversión” en personas, recursos y experiencias se borra, nadie la recoge. Entonces otra generación visita los mismos hospitales, hace las mismas colectas o visita los mismos recónditos parajes.
Al mismo tiempo, los que hicieron ese camino de servicio se estancan y quedan un tanto agotados para nuevas utopías. Nos encontramos que son muy pocas las energías dedicadas sistemáticamente a resignificar y a relanzar todas esas experiencias espirituales y evangelizadoras en una “segunda fase” que se despliegue en las formas habituales de la vida familiar, del trabajo, de la organización social y política. Allí nos hemos quedado mudos, invisibles.
No se logra superar esa situación sólo con buena voluntad, con discursos o con exhortaciones moralizantes, sino con mediaciones adecuadas y proporcionadas. O sea, la espiritualidad –ya no el espiritualismo– requiere medios, recursos, personas, instituciones, programas. Es eso lo que se echa en falta en la organización y actividad eclesial con respecto a la acción pública y a la vida política. Hay muy pocas mediaciones que hagan de puente para poder concretar esas motivaciones más eficientemente y que no queden libradas a la buena voluntad de cada uno. Faltan espacios de reflexión y acompañamiento para quienes desean intentarlo más expresamente. Para ello, aunque pueda parecer muy optimista, no faltan recursos humanos y económicos, simplemente están y hay que priorizarlos.
Finalmente, concluyamos subrayando que lleva a equívocos hablar de espiritualidad “y” acción social. Una espiritualidad bien centrada conlleva y le es inherente la preocupación por los demás, por el mundo, por la injusticia y la pobreza que Dios no quiere. La promoción humana, para recordarlo en términos ya clásicos, no es parte accesoria sino constitutiva esencial de la evangelización.
Ver también: https://noticias.usal.edu.ar/es/espiritualidad-y-planificacion
Mg. Eloy Mealla
Seminario Permanente Pedagogía Ignaciana
Vicerrectorado de Formación
Universidad del Salvador (USAL)
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