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Día del Padre: Reflexiones sobre la literatura y el rol del padre

La Dra. Malvina Aparicio, docente de la Escuela de Lenguas Modernas, presenta algunas reflexiones personales sobre la literatura y el rol del padre ¿Cuál es el rol del padre en la literatura? Pregunta ambigua si las hay. Mi papá hacía ingentes esfuerzos para conseguirme libros, intentó (en vano) ocultarme algunos. Nunca lo logró, pero no por eso dejaba de intentarlo; libros como La Hora 25 sobre los horrores («sexuaaales», como diría Homero Simpson) en la Italia de la Segunda Guerra Mundial. Un día me «agarraron» trepada a un ropero leyéndolo... Mi padre reaccionó fustigando a mi madre por el lugar donde lo había escondido: «¿No sabías q ella lo iba a encontrar ahí?». Mi madre se reía; nunca pude terminarlo. También relativo a mi padre y la literatura, su interrogatorio sobre «qué tan malo era el padre de Kafka». Yo ya era veinteañera, adoraba a Kafka, le respondí «Muy». Sabía que él se preguntaba si él mismo sería tan manipulador como el padre de Kafka... me gustó dejarlo sufriendo.  Pero un padre realmente malo de la literatura, para mí, fue el padre de Marcel Proust que, intentando hacer de él un «hombre», no le permitía a la madre ir a la noche a darle su beso antes de dormir, temía que «lo afeminara», y el pobre chico se quedaba horas esperándola, languideciendo de pena. Marcel, como todos los escritores, supo vengarse debidamente y lo consignó en su “A la busca del tiempo perdido”. Al menos mi papá no se interponía  entre mi madre y yo, ¡no trató de hacer un «hombre» de mí! 

El «padre» es un personaje usado en la literatura. Hay muchos padres en Shakespeare, por ejemplo. En mi obra favorita, Rey Lear, hay dos padres notables. El rey mencionado y su vasallo Gloster. El rey quiere jubilarse y repartir su reino en tres partes según el grado de amor testimoniado por sus tres hijas. Las dos mayores lo detestan, pero tienen una retórica amorosa convincente, reciben su premio; la tercera, la favorita, entiende que el amor no se declama y se lo hace saber. El rey, furioso,  la deshereda y reparte su porción entre las otras dos. Luego va a instalarse con la mayor, quien comienza a imponerle reglas, como reina que es. Al padre no le agrada la actitud y se marcha con la segunda hija, que, alertada por la primera, procede de la misma manera. El rey termina errando en medio de una tempestad por lugares inhóspitos, meditando sobre la ingratitud de sus hijas y recordando su propia estupidez hacia la que verdaderamente lo amaba al confrontarlo con la verdad. En esos lugares se tropieza con su vasallo Gloster, quien era padre de dos varones: engañado por el menor, su hijo bastardo, que había calumniado al hijo mayor para hacerse de sus bienes, también lo había desheredado.

Entregado Gloster a las nuevas reinas, ellas se encargan de darle el mismo tratamiento que a Lear. Así, los dos padres quedan vagando por las tenebrosas soledades medievales, donde son hallados por sus hijos leales, la menor de Lear y el mayor de Gloster, ambos parias también por la acción torpe de sus propios padres. Es un final feliz en tanto logran restablecer las relaciones de afecto que nunca deberían haber sido puestas en duda. 

Resulta paradojal, en cambio, que cuando el mismo Shakespeare pierde a su único hijo de once años  por la peste en 1596, él se pone a escribir la obra que completará unos años después (1599-1600) en la que trata de un hijo que sufre y no logra superar la pérdida de su padre, la inmortal Hamlet.

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