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Sonidos que conectan: la música como herramienta de construcción

El 6 de noviembre tuvo lugar la Muestra Final de Ensamble Musical, una propuesta abierta a toda la comunidad en el marco de la materia homónima, que se cursa en el tercer año de la Licenciatura en Musicoterapia de la Universidad del Salvador (USAL). Aunque desde afuera pudo apreciarse un producto final, lo que me interesa transmitir hoy es el proceso que le dio origen y todo el entramado de saberes, prácticas y experiencias que lo hicieron posible.

Desde el primer año de la carrera transitamos cinco materias prácticas vinculadas a la música. A simple vista podrían parecer solo espacios para hacer música, pero en realidad son lugares donde lo sonoro adquiere un valor profundamente humano. La música nos atraviesa a lo largo de la vida, se enlaza con nuestras experiencias y nos conecta con lo más íntimo y subjetivo. Por eso es una herramienta privilegiada para los profesionales musicoterapeutas: permite expresar lo que a veces no puede ponerse en palabras y, al mismo tiempo, convoca la presencia del otro. La música une, acompaña y habilita una dimensión afectiva que sostiene.

En ese recorrido tuvimos la oportunidad de vivir algo único: fuimos el primer grupo de estudiantes de la universidad —y del país— en conformar un ensamble de música gamelán en el marco de una cátedra institucional. El ensamble con el que trabajamos es originario de la isla de Java, y contamos con él gracias a un convenio de Cooperación entre la Embajada de Indonesia y la Universidad, impulsado por la directora de la carrera Raquel Gómez y por uno de los profesores de la materia, el Lic. Juan Pablo Pereyra. Contar con este conjunto de instrumentos nos abrió la posibilidad de entrar en contacto con una cultura musical completamente distinta y adentrarnos, de algún modo, en sus valores, creencias e idiosincrasias.

Acceder a estos instrumentos nos permitió experimentar otra manera de hacer y sentir la música, basada fundamentalmente en la escucha y la cooperación. Hay algo distintivo en la práctica del gamelán: no hay un director; las señales circulan de manera auditiva e intuitiva, y cada parte —por simple que sea— sostiene la totalidad. Esto nos enseñó algo fundamental para nuestra formación: que la musicalidad no nace del virtuosismo, sino del encuentro con otros, de la sensibilidad compartida y del estar disponibles y abiertos a la escucha.

Al mismo tiempo, el gamelán se volvió una herramienta terapéutica en sí misma, ya que la carrera propuso su implementación para un taller de prevención y regulación del estrés, abierto a la comunidad de la Facultad de Medicina de la USAL. En este taller, de frecuencia semanal, pudimos vivenciar cómo determinados sonidos favorecen la calma, la regulación emocional y la conexión con el propio cuerpo. Así comprobamos que la música no solo expresa lo que sentimos: también puede transformarlo. Puede organizar, contener, ordenar y acompañar procesos subjetivos. Cuando las palabras no alcanzan, la música aparece como un puente posible.

En paralelo, trabajamos durante todo el año con prácticas más tradicionales y occidentales, guiadas por el profesor Leandro Angeli, donde abordamos repertorios populares latinoamericanos y locales. Fusionamos arreglos corales con guitarras, sikus, bajos, saxo, teclado e instrumentos de percusión para crear diferentes texturas musicales. Esto incluyó arreglos creados por los propios alumnos, intervenciones vocales y versiones de obras del repertorio popular. Ese trabajo fue clave porque la muestra final integró distintos mundos y lenguajes: lo oriental y lo occidental, lo ritual y lo popular, lo vocal y lo instrumental. Fue un encuentro rico en culturas y musicalidades.

Como grupo, pudimos desplegar nuestra creatividad. Se presentaron arreglos tradicionales y autóctonos, una pieza improvisada con el ensamble gamelán y una propuesta que integró música y movimiento corporal, entre otras experiencias. Todo surgió de un proceso creativo grupal, que fue más allá de las directivas docentes. El ensamble propuso una vivencia que integró lo sonoro-musical, lo corporal y lo vocal. En el inicio mismo de la muestra, al trabajar con el gamelán, nos desplazamos por el espacio mientras el público tenía los ojos cerrados, generando un clima sensorial e inmersivo compartido donde cuerpo, sonido y presencia se volvieron uno.

Pero, sobre todo, el proceso nos permitió aprender a ser comunidad: a dar cuenta del otro, a escucharlo, acompañarlo, mirarnos a nosotros mismos y habilitar un proceso integral donde cada quien se reconoce en relación con los demás y con el entorno que lo rodea.

La participación del público también fue fundamental. Desde el comienzo tomaron un rol activo, dejándose guiar por la propuesta inicial y, más adelante, intervino  sonoramente en una de las obras al agitar botellas con agua, lo que sumó una textura particular al clima musical. Todos quedaron muy contentos y conmovidos; para muchos fue una oportunidad única de integrar músicas, culturas y sensibilidades distintas. Fue un momento donde se logró unir prácticas sonoras y musicales del mundo con la musicoterapia, donde se fusionaron sonoridades, modos de hacer música y formas de estar con otros. Pero lo más valioso fue haber podido incluir al público en esa experiencia, hacerlo parte de la escena y del clima sonoro, de modo que la vivencia musical se extendiera más allá del momento mismo. Nos fuimos con música en el cuerpo y en el alma; fue una instancia que nos atravesó a todos.

Son innumerables los recursos y aprendizajes que me llevo de estas experiencias prácticas, pero hoy quiero destacar una frase que resonó durante todo nuestro recorrido académico —y que sigue resignificándose en el proceso—: “nadie se salva solo”. Somos seres sociales; no somos “sin otro”. Crecemos, aprendemos y construimos en conjunto. Y esto es salud: ser con otros es salud, construir redes, equipos de trabajo, apoyos y lazos. Todo este entramado nos incluye como futuros profesionales y nos permite retomar a Ulloa y su concepto de numerosidad social: grupos donde cada sujeto cuenta, donde no se diluye la singularidad y donde el lazo sostiene, habilita y transforma. No reducir esto únicamente al consultorio, sino llevarlo a la comunidad, al territorio, a la escena social.

Esta mirada se enfatiza a lo largo de la carrera, ampliando nuestro abordaje y nuestra manera de concebir al otro. En este sentido, la muestra de ensamble que se llevó a cabo trató justamente de eso: de una intervención en lo social. La música como medio y recurso para hacer comunidad. Donde no solo se pone en juego la musicalidad de cada uno, sino la de todos los presentes, dando lugar a algo propio, íntimo y compartido; dando lugar al cierre de algo muy enriquecedor. Y qué mejor manera de cerrarlo que abriéndolo: a nuestros compañeros, a nuestros profesores, directivos y a nuestra comunidad. Porque eso somos y eso hacemos: comunidad.



Por Ana Gaurisso, alumna de la Licenciatura en Musicoterapia de la Universidad del Salvador (USAL).
 

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