Por una ética mundial
Varios fenómenos globales de gran magnitud afectan a todo el planeta: la pandemia del coronavirus; el cambio climático; los desequilibrios socio-económicos y últimamente, aunque es un suceso más regional, la guerra desencadenada por Rusia en Ucrania, pero con efectos internacionales todavía difíciles de calcular. Ante este panorama surge una pregunta inquietante: ¿los medios que dispone la familia humana para la realización del bien común mundial son los más adecuados?
Ya Emanuel Kant se planteó esa cuestión hacia finales del siglo XVIII, en 1795, proponiendo alguna forma de gobierno mundial para alcanzar la “paz perpetua”. Ciertamente no se logró y hubo que atravesar justo un siglo y medio para que, al terminar la segunda guerra mundial, la comunidad internacional se dispusiera a instaurar la Organización de las Naciones Unidas, uno de cuyos objetivos principales, se esperaba, era evitar otra guerra mundial como la que se acababa de vivir.
Cristianos como Konrad Adenauer (Alemania), Robert Schuman (Francia) y Alcide De Gasperi (Italia), son considerados los “padres fundadores” que impulsaron las bases de entendimiento para la creación de la Unión Europea. Por su parte Juan XXIII en 1963 –en los años tensos de la “guerra fría”– afirmaba que el mundo requería una «Autoridad pública mundial», puesto que el mundo se estaba dirigiendo hacia una unificación cada vez mayor (Pacem in Terris n.12). También indicaba que dicha Autoridad debe dotarse de “estructuras y mecanismos adecuados, eficaces”. Por ejemplo, con instrumentos capaces de contrarrestar intereses sectoriales prevalentemente especulativo, perjudiciales para la «economía real», en especial de los países más débiles.
Más recientemente, ya en tiempos de acentuada globalización, Benedicto XVI ha reiterado la necesidad de constituir una Autoridad política mundial (Caritas in Veritate, n. 67) que atienda a una larga lista de cruciales cuestiones: paz y seguridad; desarme y control de armamentos; promoción y la tutela de los derechos humanos fundamentales; gobierno de la economía y en las políticas de desarrollo; gestión de los flujos migratorios y seguridad alimentaria; tutela del medio ambiente. Estos y otros desafíos requieren respuestas sistemáticas e integradas, orientadas hacia el bien común universal.
De manera más específica todavía, el Pontificio Consejo Justicia y Paz se ha pronunciado “Por una reforma del sistema financiero y monetario internacional en la prospectiva de una autoridad pública con competencia universal”, aunque reconoce que instalar una Autoridad con un horizonte planetario es un proceso complejo y delicado que no puede ser impuesta por la fuerza, y que debería surgir de un proceso de maduración progresiva de las conciencias y de las libertades. El ejercicio de una Autoridad semejante será necesariamente “super partes”, es decir, por encima de toda visión parcial y de todo bien particular, en vistas a la realización del bien común.
A la base de dicho proceso, debe darse “la primacía de lo espiritual y de la ética –expresa el Pontificio Consejo– y, con ello, la primacía de la política, responsable del bien común sobre la economía y las finanzas”. Es decir, la economía y las instituciones financieras deben estar efectivamente al servicio de la persona y a las exigencias del bien común.
Proponer “cosas nuevas”, como una autoridad mundial, puedan desestabilizar equilibrios de fuerza preexistentes que dominan a los más débiles, pero “son una semilla que se arroja en la tierra, que germinará y no tardará en dar frutos”. Se trata de activar la «imaginación prospectiva» (Octogesima Adveniens 37). Pensemos que la abolición legal de la esclavitud era también para muchos inconcebible e inalcanzable, al igual que otras causas humanas.
Estos principios significan una crítica implícita al actual Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y a otros organismos internacionales, pues las decisiones de una futura Autoridad Mundial no deberán ser el resultado del “pre-poder” de los Países más desarrollados o de lobbies privadas sobre los países más débiles. De todos modos, se reconoce que, en el largo camino a recorrer, el proceso de reforma debería tener como punto de referencia la Organización de las Naciones Unidas.
Por otra parte, una institución supranacional deberá basarse en el reconocimiento de las diversidades de los países, a nivel de las culturas, de los recursos materiales e inmateriales, y de las condiciones históricas y geográficas, basado en “una incesante comunión moral de la comunidad mundial”. O sea, se hace imperioso ampliar nuestra mirada ética a una escala mundial.
En esa línea apuntan varios autores como Hans Küng que ha elaborado el Proyecto de una Ética Mundial que propone un consenso –no necesariamente una ética unitaria– en base a alguna clase de principios, valores, ideales y fines compartidos, que permita a las personas, familias y hasta las naciones, convivir humanamente.
En forma semejante, la filósofa Adela Cortina plantea una “ética mínima”, entendida como el conjunto de mínimos morales –principios, valores, actitudes y hábitos– que una sociedad democrática debe transmitir y que de hecho están presentes en muchas religiones y tradiciones culturales. Por su parte, Jürgen Habermas repetidamente ha planteado la función sui generis de la religión como recurso y reserva inagotable de memoria y esperanzas críticas y utópicas, y como parte de los fundamentos morales prepolíticos del Estado.
El Papa Francisco parece asumir y reforzar esta dimensión ética de las relaciones internacionales cuando afirma que “todo acto económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común”. Y agrega, “de hecho, cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las enormes contradicciones globales, por lo cual la política local se satura de problemas a resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial, hace falta en estos momentos de la historia un modo más eficiente de interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos pocos” (Evangelii Gaudium n.205 y206).
Eloy Mealla
Seminario Permanente Pedagogía Ignaciana
Vicerrectorado de Formación
Universidad del Salvador
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